Dios creó al ser humano sin corrupción, sin pecado, sin inclinación al mal, a imagen y semejanza de su Creador y con un espíritu vivo y eterno. Fue diseñado para tener comunión con Él y disfrutar de una relación personal y eterna con el Padre. Pero también nos creó con una voluntad libre, es decir, nos dotó con la capacidad de tomar decisiones y por ende de ser responsables de nuestros actos.
Génesis 2. 15-17. Tomó, pues, Jehová Dios al hombre, y lo puso en el huerto de Edén, para que lo labrara y lo guardase. 16 Y mandó Jehová Dios al hombre, diciendo: De todo árbol del huerto podrás comer; 17 mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás.
Es por lo anterior que la Biblia te enseña que naces “en Adán”, entendiéndose por ello que traes por herencia “el pecado original”. Por su desobediencia, por comer del fruto prohibido, la naturaleza de los descendientes de Adán y Eva quedó contaminada con el mal, es por eso naces pecador. Pero afortunadamente, Dios proveyó tu redención, el rescate de la humanidad de esa condición de bancarrota espiritual, por medio del sacrificio de su Hijo Jesucristo. Ahora estás “en Cristo” por la fe en su obra expiatoria, con una nueva naturaleza espiritual y con una herencia de vida y no de muerte. ¡Gloria a Dios!
Padre, gracias porque tú lo sabías. La traición del hombre no fue algo desconocido para ti. Pero tú habías provisto la maravillosa solución: enviar a tu Único Hijo a tomar nuestro lugar en ese pecado , en esa muerte irremediable y nos diste vida juntamente con Él. Jesús llevo mis pecados, mis rebeliones, mi desobediencia, mis enfermedades, en la cruz, pagó el precio con su propia vida, me dio vida juntamente con Él, me hizo tu hijo y me sentó en los lugares celestiales. Gracias por tanto amor, gracias porque de tal manera me amaste, que diste a tu precioso Hijo para salvarme, en el nombre de Jesús, amén.