La sangre de Cristo nos libró del juicio eterno, tal y como la sangre de un cordero aplicada a los postes de la puerta de las casas de los Israelitas, los libró del juicio que Dios ejecutó sobre los primogénitos de Egipto. Hay un pacto eterno de Dios con nosotros, sellado con la sangre de su hijo Jesucristo. Es nuestra bandera y estandarte de guerra. Cristo venció al diablo con su sangre y nosotros también.
Hebreos 9. 14. ¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?
El Espíritu Santo nos dirige y empodera para cumplir sus planes. Es el viento recio del Espíritu que nos llena de la presencia de Dios y derrama su unción y su fuego, así como la sabiduría y el poder para hacer proezas.
Romanos 8. 14-16. Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios. 15 Pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre! 16 El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios.
Padre, enséñame a verme como me ves tú, completamente bañado, cubierto por la preciosa sangre de tu Hijo Jesucristo derramada en el Calvario. La preciosa sangre que me da derecho a acercarme a tu trono de gracia y recibir la ayuda que necesito. La gloriosa sangre con la que camino diariamente protegido de todas las acechanzas del mal. Portador de una dignidad que va más alla de los cielos y la tierra y me lleva los lugares celestiales, juntamente con mi hermano mayor Jesucristo. Y ayúdame a vivir con la conciencia de la eterna presencia de mi Consolador, el Espíritu Santo, quien me guía, fortalece, acompaña, fortalece, me advierte, aconseja, enseña. ¿De quién temeré, qué podrá hacerme el hombre? ¡Si Dios es conmigo, quién contra mí! En el nombre de Jesús, amén