La autoridad se origina en Dios nuestro Creador y Padre. Él es el gobernante máximo y por excelencia. Es maravilloso saber que su Reino es un reino de amor, de justicia, de paz, de gozo, de perdón, de reconciliación. Dios es nuestro Padre, pero también nuestra autoridad. Hoy por hoy, Él no impone su gobierno, porque desea que cada uno de nosotros responda a su infinito amor, con obediencia. Una obediencia nacida de nuestro amor y gratitud a la salvación que nos ha otorgado por la fe en Cristo.
1 Corintios 15. 27-28. Pues las Escrituras dicen: «Dios ha puesto todas las cosas bajo su autoridad». (Claro que, cuando dice «todas las cosas están bajo su autoridad», no incluye a Dios mismo, quien le dio a Cristo su autoridad). 28 Entonces, cuando todas las cosas estén bajo su autoridad, el Hijo se pondrá a sí mismo bajo la autoridad de Dios, para que Dios, quien le dio a su Hijo la autoridad sobre todas las cosas, sea completamente supremo sobre todas las cosas en todas partes. NTV.
No podemos dejar de reconocer que las autoridades, todas, le hemos fallado a Dios por siglos. Lo hemos representado incorrectamente: Tanto en el ámbito matrimonial, como familiar, laboral, gubernamental y aun como autoridades espirituales, hemos abusado de los que están bajo nuestra cuidado; al punto de someterlos y esclavizarlos. El machismo y el matriarcado de los mexicanos ha distorsionado la autoridad legítima establecida por Dios en su Palabra, hemos desfigurado el derecho a la libertad humana, condicionando, dominando, controlando, manipulando, violentando e intimidando al prójimo. ¡Dios jamás quizo eso! El señorío (la autoridad y el gobierno) otorgado a Adán y a Eva, nunca fue para que se hicieran esclavos unos de los otros.
Génesis 1. 28 Y los bendijo Dios, y les dijo: Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra.
Padre, ¡perdóname! Por el estado de constante rebeldía en el que he vivido. Aparentando tal vez sumisión, pero con una rebeldía interna en la que el que manda sobre todas las cosas soy realmente yo y hago lo que yo quiero. Te pido perdón y me comprometo a, con la ayuda de tu Santo Espíritu obedecerte cada minuto de mis días, en el nombre de Jesús, amén.