Los seres humanos fuimos hechos para relacionarnos con Dios y con nuestros semejantes. En realidad “tenemos la necesidad de pertenecer”, de formar parte de una familia, un grupo y una comunidad. Y todos, sin excepción, requerimos sostener un mínimo de relaciones significativas, positivas y duraderas, siempre.
Buscamos suplir nuestra necesidad de aceptación, interactuando con diversas personas y lo ideal es que sea en un marco de amor, atención e interés mutuo. Las relaciones familiares caen en un imperativo mayor, por su importancia y trascendencia. Las relaciones familiares frías y distantes nos afectan negativamente y por desgracia, por años.
Malaquías 4. 6. El hará volver el corazón de los padres hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia los padres, no sea que yo venga y hiera la tierra con maldición.
Los conflictos en las relaciones familiares, muchos son “déficits de amor” entre las partes. ¿A cuántos nos gusta sabernos amados y recibir palabras, trato y acciones que lo aseguren? ¡A todos! Si nos ponemos en los zapatos de nuestros hijos, reconoceríamos que con el amor de Dios en nuestro corazón, no solo restauraremos, sino potenciaremos la relación con cada uno de ellos.
Padre, gracias por el regalo tan maravilloso que me has dado en mis hijos y más que gracias porque me has dado juntamente con esta gran bendición, tu amor maravilloso derramado en mi corazón por tu Espíritu Santo para amarlos como solo tú puedes amarlos y tu sabiduría para criarlos y llevarlos a ser hombres y mujeres de bien. En tus manos los entrego, en el nombre de Jesús, amén.